La lluvia llevaba horas entonando su canción contra los cristales del despacho. De forma constante, monótona, hipnotizante.
En la oscuridad la brasa de un cigarrillo indicaba cual faro donde se encontraba una mano y el dueño de la misma. Era mortecina, cansada de brillar, de luchar contra las topoderosas tinieblas. Del mismo modo se encontraba su creador, sentado en una butaca de cuero que había conocido mejores épocas, el investigador privado Jim Patterson.
Los ojos celestes de Jim vigilaban el recorrido de las serpenteantes gotas en el cristal, buscando un patrón en ellas, algo que le diera una idea sobre el caso en el que estaba trabajando. Un caso que no le estaba deparando nada bueno, más bien lo contrario. Cuanto más cerca creía estar de la verdad, más se deba cuenta de que las piezas no encajaban, o aún peor, que si de verdad encajaran, su mente se resquebrajaría.
La brasa se mueve, se ilumina y se aleja con parsimonia acompañada de una nueva bocanada de humo que pasa a engrosar la cenicienta niebla que cubre el despacho.
Jim Patterson, investigador privado, esas fueron las primeras palabras que le dijo a ella.
Ella.
La mujer que le había robado el corazón.
La mujer que le había metido en esta locura.
Ella.
Anne.
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